El pensamiento sobre la música en el mundo clásico

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Desde la noche de los tiempos ha habido música entre los hombres, y la comprensión de ella ha variado con los momentos y lugares. Comenzaremos nuestro acercamiento por los fundamentos de nuestra tradición cristiana: el Antiguo Testamento y el pensamiento clásico de Grecia (Roma en materia musical no aportó gran cosa). No conservamos música de aquellos tiempos pretéritos, pero será de gran interés adentrarnos en las alusiones y reflexiones que entonces se formularon.

Lo primero que se experimenta acerca de la música es que nos gusta. O dicho con más exactitud: que tiene influencia sobre nuestro mundo interior, produciendo sentimientos, recuerdos y otras experiencias. Los pueblos antiguos (asirios, babilonios, egipcios) asimilaron este fenómeno al ámbito de lo misterioso, lo mágico y lo religioso tal como ellos lo podían entender. A esta concepción responde el famoso mito griego de Orfeo, cuya música tenía el poder, incluso, de quebrar las leyes naturales.

Antiguo Testamento

En el Antiguo Testamento hallamos los efectos de la música sobre el alma humana. Saúl, primer rey de Israel, por seguir su propia opinión, desobedeció el mandato recibido de Dios, quien le retiró su favor y escogió un nuevo rey en la persona de David. En consecuencia el espíritu del Señor vino sobre David de aquel día en adelante (1 Samuel 16, 13), y el espíritu del Señor se retiró de Saúl, y un mal espíritu comenzó a atormentarlo (1 Samuel 16, 14). El remedio al sufrimiento de Saúl fue precisamente que David, a quien aún no conocía ni sabía de su elección como rey, llegase a su casa e hiciera música para él: cogía David la cítara y tañía con su mano. Saúl se calmaba, quedaba tranquilo y el mal espíritu se retiraba de él (1 Samuel 16, 23).

Grecia clásica

La música como representación de la realidad

A la intuición sensible de la música que tuvieron los pueblos antiguos, los griegos añadieron, como en tantos otros ámbitos, la perspectiva racional. La escuela pitagórica analizó las relaciones numéricas entre las diferentes notas musicales, y trató de encontrar en ello como una representación del universo. Veamos cómo.

Una nota musical depende de la longitud de su onda sonora. Entenderemos esto más fácilmente si pensamos en la longitud de una flauta, de una cuerda vibrante de piano o arpa, o de un tubo de órgano. Cuanto más corta es la cuerda, la flauta o el tubo, más aguda será la nota producida, y viceversa.

Si la relación entre las longitudes que producen dos notas determinadas consiste en un número entero (la mitad, la tercera parte, la cuarta parte, la quinta parte, etc.), ambas notas juntas sonarán bien, formando lo que se llama un intervalo consonante. Estas consonancias matemáticas seguramente comenzaron a emplearse ya en los primeros órganos que se construyeron en Alejandría en el siglo III antes de Cristo, como sigue sucediendo ahora.

Al contemplar este orden matemático, los pitagóricos vieron en la música una representación del orden del universo, cuya asombrosa belleza también se manifiesta numéricamente. El siguiente paso era comprender la relación de la música con esa parte del universo llamada ser humano. De esto se ocupó un filósofo de la escuela pitagórica llamado Damón (siglo V antes de Cristo). Damón afirmaba que existía una relación entre la música y el mundo ético, porque suponía que los movimientos de la música imitaban a los movimientos del alma. Esta influencia podía ser buena o mala, y de aquí la conveniencia gobernar la música desde la razón buscando el bien de la persona, especialmente en la educación de los jóvenes. Así llegamos con la gran cuestión de la relación de la música con el ser humano.

El efecto de la música en el ser humano

Poco anteriores a los libros de Samuel (siglo VIII antes de Cristo) son los grandes poemas homéricos: la Ilíada y la Odisea, cimientos de la cultura clásica griega. En ellos encontramos a Aquiles calmando su cólera mediante la música, como destaca el antiguo tratado De musica.1 La música es entendida como un don divino otorgado a ciertos hombres, los aedos, mediante el cual estos podían componer melodías que alegraban el corazón2 y que, además de a otros hombres, dirigían a las deidades.3

En la cultura griega conviven dos aspectos de la música. Por una parte la música es algo ordenado y racional ya que, como mostraron los pitagóricos, sus sonidos se rigen por ciertas leyes tanto en su altura (melodía) como en su duración (ritmo). Por otra parte, como se había experimentado desde siempre, la música puede incidir en la parte no racional del hombre: sentimientos, sueños, instintos, fantasía.

  • El aspecto racional estaba representado por el instrumento de cuerda llamado lira, de sonido suave y dulce, empleado en el culto a Apolo y asociado a tipos determinados de melodías.
  • El aspecto irracional aparecía de modo paradigmático en el instrumento de viento llamado aulos, traducido habitualmente como flauta pero que más bien era una especie de cromorno o dulzaina doble. La oposición del aulos con la lira está significativamente reflejada en el mito originario que recoge Aristóteles:4 el aulos habría sido inventado por la diosa Atenea quien, al ver infladas sus mejillas cuando soplaba en él, lo rechazó abandonándolo en el suelo. Fue recogido por un sátiro llamado Marsias, quien después llegó a ser un intérprete virtuoso. Marsias retó a Apolo a un duelo de habilidad musical, pero en el torneo fue derrotado frente al dios Apolo y su lira. Con su sonido estridente, el aulos enardecía los cultos orgiásticos a Dioniso, deidad de la embriaguez y el desenfreno, y contaba, al igual que la lira, con su propio tipo de melodías características.

La gran cultura griega optó siempre por lo racional y equilibrado, de modo que el reverso irracional de la música fue tratado cuando menos con precaución. Así, el dionisíaco aulos concitó el rechazo de los dos grandes filósofos griegos: Platón y Aristóteles.

Platón alude a las melodías del aulos como extremadamente seductoras5 (un poco al estilo del flautista de Hamelín). En su búsqueda de una educación que procurara las virtudes y el autodominio, Platón rechazó tanto el aulos como a los que lo fabricaban, con palabras en las que parece resonar el mito originario:

Por lo demás, amigo mío, no hacemos nada nuevo al preferir a Apolo y sus instrumentos sobre Marsias y sus instrumentos.6

Más severo aún es Aristóteles, para quien el aulos "no es un instrumento de carácter moral, sino más bien de excitación orgiástica", además de que, al tocarse soplando, "tiene para la educación el inconveniente de impedir el uso de la palabra durante la ejecución".7 En todo caso, Aristóteles parece aceptar del aulos un empleo que podríamos llamar homeopático: exponiendo puntualmente al alma a tal música dionisíaca, la persona puede quedar liberada de los impulsos irracionales y desordenados. Es el proceso que él llama catarsis o purificación emocional.8

No pensemos que estas reflexiones de los sabios griegos han perdido su validez. La distinción entre lo apolíneo y lo dionisíaco tiene vigencia en el mundo de hoy. El filósofo Julián Marías señaló repetidamente que la generalización del consumo de drogas en el occidente actual venía a significar una renuncia a la propia civilización:

Los orientales se han drogado, los musulmanes del norte de África también, los indios andinos también, con la hoja de coca. Occidente nunca se ha drogado, han sido casos individuales y aislados. ¿Por qué? Porque el hombre occidental ha puesto su vida a la carta de la lucidez y de la razón9.

En mucha música occidental actual, seguramente en la más oída, hay una orientación dionisíaca: ritmos percusivos elementales y destacados dentro del conjunto sonoro, melodías repetitivas y sonorización estridente. Comparémosla con la música popular, de ocio, festiva, que escuchaba cualquier occidental hasta hace 70 u 80 años. Y eso sin contar con el aparto escénico, que suele dejar poco lugar a dudas como bien se vió en la lóbrega apertura de las Olimpiadas de 2024 en París. Qué poco de la Grecia clásica había allí, y cuánto de la náusea existencialista de los años ye-yé que, tambaleante en su ebriedad, pretende continuar erguida frente a la tradición civilizadora que hollan sus pezuñas.

#+endexport

Footnotes:

1

Pseudo-Plutarco: De musica,. Recuperado de internet (http://www.perseus.tufts.edu/hopper/text?doc=Perseus%3Atext%3A2008.01.0402%3Asection%3D1), cap. XL.

2

Homero: Odisea, canto VIII.

3

ibid. canto XXII.

4

Aristóteles: Política, en trans. Antonio Gómez Robledo: Universidad Nacional Autónoma de México, 2018, p. 247 (libro VIII, VII, 1341 b).

5

Platón: El banquete, en trans. Juan David García Bacca: Universidad Nacional Autónoma de México, 1944, p. 70 (215 c-d).

6

Platón: La república, en trans. Antonio Gómez Robledo: Universidad Nacional Autónoma de México, 2016, p. 95 (libro III, 399 e).

7

Aristóteles, Política, p. 247 (libro VIII, VII, 1341 a).

8

ibid. a).

9

Entrevista a Julián Marías en TVE, emitida el 3 de octubre de 1999. Puede verse en https://www.youtube.com/watch?v=guvZU3c8GFk a partir del minuto 43:31.

Concluimos esta serie de entregas sobre la carrera de Miguel Echeveste como concertista de órgano con una aproximación al repertorio que interpretó a lo largo de su vida.

Continuando con las entradas anteriores, en este artículos trataremos de los conciertos de órgano que Miguel Echeveste ofreció en recintos diferentes a las iglesias.

Durante la Guerra Civil la actividad concertística de Echeveste pasa a estar fuertemente relacionada con las actividades del bando nacional, ofreciendo conciertos en diversas ciudades para recaudar fondos en favor de los soldados del frente o para los heridos que convalecen en los hospitales. Algunos de estos recitales fueron la ocasión de que los órganos sonaran por vez primera fuera de las acciones del culto. Toda una novedad supusieron, por ejemplo, los conciertos celebrados en la catedral de Sevilla en abril de 1937 -que Norberto Almandoz calificó como “acto inusitado en aquel sagrado recinto”2- y en la Catedral de Málaga en noviembre de ese mismo año3.

Como es lógico, la gran mayoría de conciertos interpretados por Miguel Echeveste tuvo lugar en órganos situados en iglesias. Debido a la problemática aludida en el artículo anterior hemos considerado útil organizar la observación de los mismos en función del contexto organizativo que les dio lugar.

Miguel Echeveste Arrieta (1893-1962) es considerado como uno de los más destacados organistas españoles de la primera mitad del siglo XX. En esta serie de artículos presentaremos una descripción de su carrera concertística a la luz del tratamiento recibido por parte de la prensa de su tiempo.

 En el presente artículo se lleva a cabo un estudio de la llamada Escuela de Organistas de Navarra desde su creación hasta su consolidación como enseñanza oficial de órgano en el Conservatorio “Pablo Sarasate” de Pamplona, así como del papel fundamental desempeñado al respecto por el organista Miguel Echeveste Arrieta (1893-1962). Con este fin se ha examinado principalmente la documentación conservada en el Archivo Municipal de Pamplona, en el Archivo General de Navarra y en el archivo del Conservatorio “Pablo Sarasate” de Pamplona, así como las referencias aparecidas en la prensa de la época.

Como en todas partes, también en España el siglo XIX recibe la tradición ininterrumpida del canto llano. Estas antiquísimas melodías, naturalmente, habían experimentado modificaciones con el curso del tiempo, tanto en el modo de su interpretación como en la propia materialidad de su representación gráfica en los cantorales. Esta tradición “viva” tuvo una de sus últimas manifestaciones impresas en 1868, con la publicación del Método de canto llano y figurado de Román Jimeno1.

Después de haber abordado en los artículos anteriores los aspectos generales del movimiento de restauración de la música religiosa, nos acercaremos ahora al que sin duda fue uno de sus capítulos esenciales: el deseo de restaurar el canto gregoriano conforme a los códices más antiguos conservados.

Retomando un criterio constante que se había repetido en documentos eclesiásticos de diversas épocas, el canto gregoriano volvió a ser valorado en el s. XIX como expresión musical propia y principal de la Iglesia Católica en su rito romano. Ahora bien, el modo en que tal renovada atención hacia el gregoriano se manifestó en este momento histórico fue diferente de lo que había ocurrido en etapas anteriores, como por ejemplo tras el concilio tridentino. En esta ocasión existía la protomusicología positivista del romanticismo avanzado, que mostraba una fuerte inclinación hacia el estudio del pasado.